A veces, en medio del caos cotidiano, aparecen pequeñas experiencias que nos reconcilian con lo que somos. Para mí, una de esas vivencias ocurrió el día que asistí al gran espectáculo musical de El Cascanueces. Aunque había escuchado hablar de esta obra muchas veces, nunca me había planteado cómo sería verla representada. Cuando surgió la oportunidad de asistir a una adaptación en formato musical, no lo dudé. Intuía que sería una experiencia única, pero lo que no imaginé fue cómo resonaría en mí a un nivel tan profundo.
Era diciembre, y las luces navideñas ya decoraban cada rincón de la ciudad. Este detalle añadía un aire especial a la atmósfera, como si todo se confabulara para crear una noche perfecta. Había algo mágico en saber que sería testigo de un clásico que durante generaciones ha inspirado a tantas personas. A medida que se acercaba el día, la emoción crecía, y lo que comenzó siendo una simple salida terminó transformándose en una experiencia inolvidable.
Un ritual para el alma.
Desde que compré las entradas, sabía que no iba a ser una noche cualquiera; había algo en la idea de asistir a El Cascanueces que exigía un respeto especial, y no podía simplemente presentarme vestida como lo haría para ir al cine o a una cena rápida con amigos, ya que este espectáculo requería algo más. Por eso, decidí dedicarle tiempo a preparar mi atuendo con calma.
Me quedé mirando un rato al espejo y no sabía qué hacer. Para mí, lo más importante era estar cómoda, porque ya había pasado demasiados años incómoda a través del uso de prendas apretadas que me hicieran sentir más “moderna” y “atractiva”; eso ya había pasado de moda para mí. Sinceramente, la mayor parte del tiempo vestía mi conjunto de camiseta y chándal personalizado de Compradeporte, pero lógicamente, esa no era la ocasión de llevar ropa deportiva.
Elegí un vestido elegante, sencillo, pero con un toque de sofisticación que me hacía sentir cómoda y segura. Sabía que ese cambio de ropa era importante, porque no era solo una cuestión estética. Era como si, al vestirme de manera especial, me estuviera alineando con la elegancia del evento. Añadí unos tacones discretos, pendientes que brillaban lo justo y un abrigo de lana que me protegiera del frío sin restarle protagonismo al conjunto.
Mientras me arreglaba, recordé las palabras de mi abuela, quien siempre decía que vestirse bien no es un capricho, sino una forma de demostrar respeto hacia los demás y hacia uno mismo, y en ese momento entendí lo que quería decir. La manera en que te presentas ante una experiencia tan especial influye en cómo la vives ¡Es increíble! Por eso, al volver a mirarme al espejo antes de salir, sentí que de verdad estaba lista, no solo físicamente, sino también emocionalmente.
Es increíble, pero cambiar mi ropa habitual por algo más elegante me ayudó a entrar en el estado de ánimo adecuado para disfrutar de lo que estaba por venir.
El teatro, un portal a otro mundo.
Cuando llegué al teatro, tuve la sensación de estar entrando en otro universo.
Para empezar, el edificio era una pasada… Siempre me ha fascinado la arquitectura, sobre todo el estilo barroco, el renacentista e incluso el gótico. Pero lo cierto es, que ese edificio guardaba todo lo que me gustaba. El color, la apariencia, el tamaño y los detalles formaban un conjunto estéticamente increíble ¡hasta me pareció sentir el famoso síndrome de Stendhal!
Para más inri, el edificio brillaba bajo la luz tenue de las farolas, con su fachada decorada con motivos dorados que resaltaban su majestuosidad, y en la entrada, las puertas de cristal dejaban entrever un interior que prometía ser aún más impresionante.
Al cruzar el umbral, me recibió un espacio que parecía sacado de un sueño. El techo alto, adornado con lámparas de araña, proyectaba destellos cálidos que iluminaban las paredes decoradas con detalles dorados. Los suelos de mármol reflejaban las luces como si fueran un espejo, y cada rincón estaba impregnado de una atmósfera solemne y elegante.
A mi alrededor, la gente compartía la misma sensación de expectativa. Algunos caminaban con prisa, buscando sus asientos, mientras otros se detenían para admirar el lugar o para tomar una copa en el bar. En medio de aquellos momentos mágicos, me paré a observar las miradas de asombro de quienes, como yo, parecían maravillados con cada detalle. Había niños vestidos como pequeños príncipes, parejas de la mano intercambiando sonrisas cómplices y grupos de amigos riendo con complicidad. En ese momento, me di cuenta de que, más allá del espectáculo en sí, asistir al teatro es una experiencia que conecta a las personas de una forma única.
Entonces, volví en mí misma, y recordé a qué había venido: a ver el famoso espectáculo musical del Cascanueces que soñaba con presenciar desde pequeña. Al recordarlo, me invadió un sentimiento de ilusión tremendo, y me lancé a correr por los pasillos hasta encontrar el lugar en el que se celebraría dicho espectáculo.
Cuando encontré mi asiento y me acomodé, aproveché para observar el escenario. Estaba cubierto por un gran telón rojo, y a su alrededor se percibían pequeños destellos de lo que sería un decorado majestuoso. La orquesta afinaba sus instrumentos, y ese sonido me resultó tan emocionante como un preludio de lo que estaba a punto de comenzar.
La magia del espectáculo.
Cuando las luces se apagaron, el murmullo del público cesó de inmediato. La sala quedó en un silencio expectante, roto únicamente por las primeras notas que salieron del foso de la orquesta. Fue un inicio tan delicado como poderoso, que consiguió erizarme la piel al instante.
¿Cómo podría describirlo? ¡Es muy difícil! El musical de El Cascanueces es una experiencia sensorial que supera cualquier descripción: cada escena estaba cargada de una belleza visual y auditiva que te transportaba directamente al corazón del cuento. Los actores, con sus voces llenas de emoción, narraban una historia que no solo era mágica, sino profundamente humana.
Uno de los momentos más memorables fue cuando comenzó el Vals de las Flores. La melodía era tan cautivadora que sentí un nudo en la garganta. Había algo en esa música que parecía hablar directamente al alma, como si cada nota guardara un mensaje secreto. Los artistas en escena se movían al compás con tal precisión y gracia que era imposible apartar la mirada. Sentía muchas ganas de llorar ¡Pero era de emoción!
Por si fuera poco, la puesta en escena era un espectáculo en sí misma. Los decorados eran tan detallados que parecían cobrar vida, y el juego de luces daba la impresión de que todo el escenario estaba envuelto en un halo de magia. Me sorprendió la capacidad de los creadores para reinterpretar un clásico sin perder su esencia, haciéndolo accesible y emocionante para todo tipo de público.
Una conexión profunda.
Mientras el espectáculo avanzaba, me sorprendí pensando en lo afortunada que era de estar allí. Pensaba de forma repetitiva “No todos los días tengo la oportunidad de presenciar algo tan especial”, y en ese momento sentí una conexión profunda con el arte, como si me estuviera recordando la importancia de detenernos y disfrutar de aquello que nos llena el alma.
Cuando llegó el final, el teatro se llenó de aplausos. Los artistas volvieron al escenario para recibir una ovación que parecía interminable, y yo, como todos los presentes, aplaudí hasta que me dolieron las manos (literalmente). Había algo profundamente emotivo en ese reconocimiento colectivo, en saber que cada persona allí había sido tocada de alguna manera por lo que acabábamos de presenciar.
Una noche para recordar.
Cuando salí del teatro, el aire frío de la noche me envolvió, pero no fue suficiente para borrar la calidez que sentía por dentro. Caminé despacio, todavía con la melodía del Vals de las Flores resonando en mi cabeza. Era como si una parte de mí se hubiera quedado en aquel escenario, viviendo en el mundo mágico de El Cascanueces. La verdad es que sentí unas ganas enormes de volverme bailando hasta mi casa ¡Estaba invadida por la belleza!
Sin duda, esa noche me recordó que hay experiencias que merecen ser vividas con todos los sentidos, y no se trata solo de sentarte en una butaca y mirar un espectáculo, sino de entregarte por completo a la experiencia. Desde el momento en que eliges tu ropa hasta la última nota que escuchas, todo forma parte de un ritual que te transforma.
Para mí, El Cascanueces no fue solo un musical. Fue una celebración de la belleza, una pausa en medio de la rutina para reconectar con lo que realmente importa. Salí de allí con la sensación de que había sido testigo de algo que perdurará para siempre en mi memoria, como una melodía que nunca termina.
Y ahora, cada vez que escucho aquellas notas, cierro los ojos y me transporto de nuevo a aquella noche, recordando el brillo de las luces, la emoción de los artistas y la magia que solo el arte puede regalarnos.